18 octubre 2009

No-yo

Al salir de aquel edificio totalmente acristalado, el ambiente era opresivo, un sofocante calor y un bochorno horrible lo cubrían todo. Estaba nublado, muy nublado. No recuerdo bien lo que habíamos ido a hacer a aquella torre que bien pudiera haber estado en Castellana, Gran Vía, Vía Laietana, en la City de Londres o en el centro de Ho Chi Ming. Una prueba, un examen, una entrevista de trabajo o sencillamente a rellenar y presentar uno de esos horribles y pesados formularios que todas las instituciones, sean las que sean, nos obligan a rellenar.

Lo curioso es que al torcer en la primera esquina a la izquierda, todo ese "lujo", toda esa modernidad del edificio que acabábamos de abandonar, se transformaba en un escenario completamente distinto en el que sí que cobraba sentido ese ambiente opresivo, ese bochorno gris; había suciedad en la calle, había coches destartalados, personas calentándo cafés o trozos de carne en improvisadas hogueras.

Y justo en la esquina, me vi. Era yo pidiendo, junto a un vaso vacío de coca-cola. No reclamaba una limosna o, tal vez sí. Vestía unas ropas que no conocía, que no eran mías; no eran del gusto que solía gastar, ni eran ropas que hubieran sido nuevas en algún tiempo y ahora se descolgasen sobre mis brazos y piernas.

Ese que había rogándome que le diera algo, no terminaba de ser yo. Sí, era mi cara, mis manos, mi todo pero había algo que hacía que no lo pudiera identificar perfectamente conmigo. Tampoco sabía lo que quería, así que le arrojé unos billetes (pues a pesar de no ser completamente yo, me tenía en buena estima) y seguimos caminando hacia casa, ese día, ya habíamos hecho todo lo que teníamos que hacer. Nos miramos, no dijimos nada, pero ambos sabíamos lo que habíamos visto.

2 comentarios:

Pedro J. Sabalete Gil dijo...

Ejemplar, de verdad, en fondo y en forma.

Un abrazo.

Tana dijo...

Hace pensar... Un beso, Max